Abriendo mi baúl de los recuerdos, vienen a mi memoria aquellos bonitos
días de verano de hace muchos años en un pueblecito de Asturias. Me
gustaba verme envuelta en aquel maravilloso verde intenso de sus campos,respirar
aquel olor tan especial y disfrutar de aquella tranquilidad tan sana.
Enfrente de la casa de mi familia, vivía un matrimonio. Les unía una
gran amistad y, al conocerlos, ese cariño también vino a mí. Por supuesto, fue
mútuo pues eran un encanto.
Tenían dos hijos, Santiago (Santiaguín para todos) y Noelia.
Santiaguín era el mayor. Creo que en aquella época, tendría entre 5 ó 6
años.
Era muy guapo. Morenito, con unos ojos oscuros enormes y unas pestañas
larguísimas. Su sonrisa era angelical.
A pesar de la diferencia de edad (yo era un "poquito" mayor
que él), nos hicimos muy amigos.
Quería que yo le acompañase en sus juegos, que le contase cosas de
Madrid. Me llevaba de paseo por los alrededores y me iba mostrando todos los
árboles frutales que eran de su propiedad.
" ¿Amalita, vamos a coger florinas?". Y yo iba encantada. Cuando teníamos un buen ramillete, nos tocaba
buscar un recipiente para colocarlas. Entonces, sin dudarlo, me decía:”Espera
un momento”. Al cabo de unos minutos, aparecía con una maceta que había
"tomado prestada" de las muchas que tenía su madre decorando la
entrada de la casa. "Tu mamá te va
a regañar". "¡No!"-replicaba- "Si hay muchas todavía...".
Tenía verdadera ilusión por un caballo de cartón. "A mí me gustaba
tener un caballo". Y mis padres le cumplieron el deseo. A los pocos días
de regresar a Madrid, se ocuparon de comprarle uno y, según nos dijeron, saltó
de alegría cuando lo tuvo en su poder.
Le ví por última vez cuando acudí a una boda familiar. Alli estaba, mirándome
con aquellos ojazos difíciles de olvidar.
Al cabo del tiempo, me enteré de lo que casi hubiese preferido ignorar.
Mi amigo Santiaguín nos había dejado para siempre. Un coche recién
estrenado tuvo la culpa de que sus ojos se cerraran para siempre con solo 18 años.
Un dolor inmenso, al que siguió otro inesperado.
Su abuela lo adoraba y seguramente pensó que la vida sin él iba a ser
muy dura.
Un día preparó comida para todos, se vistió con su mejor traje y, en silencio,
decidió ir al lado de su niño querido.
Aún hoy, recuerdo su mirada tan bella.
“¿Vamos a coger florinas?”.
Hoy tengo
un búcaro muy grande en mi corazón para guardarlas.